jueves, mayo 05, 2005

Nostalgias de mierda

Las mañanas eran una música de Mercedes Sosa y los
días torbellinos a bordo de un auto que cruzaba
una interminable pero secreta ciudad, las tardes eran
el teléfono que se alargaba entre complicados puzzles
donde las antiguas lealtades tenían otro nombre, había
besos y una honda desesperación que rasguñaba al
raciocinio dormido. Pero la imagen del espejo devolvía
señales erróneas, lo que había sido desde siempre ya
venía sentenciando la imposibilidad de lo que pasaba,
pese a los abrazos en la oscuridad, pese a que la
huída se alargaba y alargaba y la pasión desordenaba
la vida y sus minúsculos órdenes implacables. Una
noche en que nada había ocurrido al encontrarse sin
saberlo estaba la semilla de todo el desorden
posterior, en un café helado que no quería terminar,
en las miradas, en las palabras, en ese no decir lo
central que finalmente los encontró en ese refugio de
madera que había sido escenario de cosas tan
distintas, tan inocentes, tan inocuas. Esa noche en
que todo fueron besos y palabras, un raro color de cine
ruso los envolvía y las tontas palabras prometían lo
imprometible, pero el amor había cuajado de un modo
especial, del modo como los niños se enamoran y juegan
consigo mismos a amar sin resolverse a mirar a dos
metros de distancia. Pero para que eso se hiciera
visible, hubo lágrimas y cinismos desperdigados entre
tropiezos y chantajes, hubo amor y sexo en dosis que
querían alargar la ilusión más allá de lo posible,
dosis que apenas los alcanzaban a ensoñar lo
suficiente para llegar al día siguiente, pero no lo
suficiente para ganarle la mano a lo que era, a los
compromisos, a las deudas, a las amenazas. El verano
los juntaba y separaba, los hería y curaba, las noches
tibias los encontraba desnudos preguntándose si esa
era la forma en que debía ser el futuro. Sin saberlo
estaban grabando escenas para el recuerdo, escenas en
que la oscuridad a veces esconde lo que de verdad
pasaba, oscuridad donde el hambre de los cuerpos sólo
quería eternizarse en su danza impetuosa, en el color
de las pieles en roce, el sabor de las lenguas y el
sonido de sus voces enganchadas al deseo. Hacía calor
a la hora de almuerzo, en esas caminatas de estar
juntos por el centro de esa ciudad atormentada por el
verano, las manos se prendían a cinturas nuevas que
andaban y se buscaban, las manos se acariciaban
huyendo de la gente, había olvido de llaves, teléfonos
que sonaban sin descanso y escapes donde la recompensa
era un beso o una caricia llena de transpiración.
Hacer el amor era tan natural como comerse una fruta o
como hablar de los miles de aspectos de la nada. La
droga los había atontado y seducido al punto de no
querer ver ni mirarse de verdad, pasaban de la cama al
auto veloces como sabiendo que todo iba a terminar,
pero seguían grabando escenas para el recuerdo,
almuerzos que se demoraban entre besos y caricias,
conversaciones en que la mayor carga estaba en las
caricias que jamás se perdían, y el cariño no
disminuía aunque el miedo los empezaba a separar, los
enojos y las rabias anidaban entre siestas y
desayunos, la realidad se distorsionaba al mirarla en
forma horizontal. Caminaban juntos sin saber que el
camino los llevaba a lados diferentes, pasaban de los
bancos a los sandwiches sin medirse en el tiempo, se
bebían el uno al otro mientras sus vidas ya estaban
irreconciliablemente divididas, y la palabra amor se
enturbiaba y decrecía aunque ejecutaran el verbo
amarse en todas sus acepciones, la razón bajaba la
cabeza rendida, la locura quería adueñarse del baile y
una bruma de temibles intrigas los hería secretamente
en sus cicatrices no cerradas. Ella se endurecía y el
se replegaba, ella huía y el la contenía estoico, ese
juego sin fin los mantenía rechazando y atrayendo
mientras la huella lentamente los separaba
definitivamente, pero en el centro mágico de lo
inexplicable la memoria volvía a esa extraña
experiencia como sospechando algo, como si en lo malo
de lo bueno anidara una semilla de otra vida posible,
aunque el poder de la droga quizás ya había
distorsionado de forma mortífera la suma y la resta de
los hechos y lo que pasó siguiera haciendo surgir
preguntas nuevas cada cierto tiempo, agotando las
multiples formas del raciocinio. El olvido alimentando
al cariño y el misterio haciéndose pedazos contra el
enigmático humor del destino. El deseo que dormía
despertaba y volvía a dormirse, los pañuelos ya se
habían levantado y una secreta correspondencia
comenzaba a ocupar el lugar de las acciones. ¿Que
clase de amistad había sobrevivido a esta tempestad de
sobremesa?, nadie lo sabía, sólo un querer meláncolico
hacía que alguien encontrara palabras para agasajar la
persistencia de la memoria.